Monday, November 13, 2006


Sin colores
© Julio Murillo 2006

Relato para el libro monográfico Guernica variaciones Gernika editado por La Semana Negra de Gijón 2006. 1000 ejemplares. Derechos propiedad del autor



Cuando el Citroën Traction Avant 11A se detuvo frente al número siete de la rue des Grands-Augustines, las agujas del reloj de la iglesia cercana señalaban las nueve de la mañana. Normalmente, a esa hora, monsieur Gazzolu colocaba la fruta fresca del día en el exterior de su colmado, al otro lado de la calle; Dutey, el quiosquero, suspendía, con un par de pinzas, la portada de la primera edición de Le Figaro, unos metros más allá, y madame Vernier fregaba la portería del número siete.
Acababa de abrir la mujer las hojas del portón, de par en par, para que la corriente secara las losas del zaguán, grandes y desgastadas, cuando vio a tres individuos descender del coche y caminar con decisión a su encuentro. El primero de ellos, sin duda alguna, era francés –se dijo la señora Vernier, mirándolos de hito en hito, escamada, al tiempo en que secaba sus manos en el delantal y atusaba sus cabellos–, pues su papada se desplomaba con la flaccidez propia de la mantequilla, y su nariz, bermeja, recordaba el buen beaujolais. Los que le seguían –resolvió en un santiamén–, eran extranjeros: pese a su porte digno parecían un par de estacas clavadas en medio de un erial; y por si esto fuera poco, sus semblantes no denotaban el más mínimo atisbo de charme.
–¡Bon jour, madame! –saludó el francés, que lo era, haciendo amago cortés de desprenderse del sombrero–. ¿El estudio de monsieur Picasso?
–Arriba, en la buhardilla –indicó la portera ladeando levemente el rostro–. Pero Don Pablo no está, ha salido…
–¡Ah, ya! ¿Y sabe usted si tardará mucho en regresar? –indagó el hombre.
La señora Vernier se encogió de hombros.
–Pues no lo sé, caballero. Don Pablo comienza a trabajar pronto. Y a eso de las ocho y media se va a tomar café y a leer el periódico. Algunos días regresa enseguida. Pero en ocasiones decide dar un paseo y no vuelve antes de las once… –explicó interponiéndose entre los recién llegados y la estrecha escalera que arrancaba a sus espaldas.
El hombre encaró entonces a los dos que le acompañaban, y les habló en un idioma que a la portera le pareció el rezongar airado de los perros cuando se enzarzan al cruzarse. Hecho eso, volvió a mirarla, y, esta vez, sacándose el sombrero, procedió a presentarse.
–Soy Pierre Gaumont, madame, adjunto de la Prefectura de París –afirmó en tono confidencial–. Y estos dos señores pertenecen a la embajada alemana en nuestra ciudad. Estamos aquí por motivos poco agradables. Dígame: ¿dispone usted de una copia de la llave del estudio del señor Picasso?
–¿Eh? Pues sí…, claro… –balbuceó la mujer enarcando las cejas con desmesura.
–Entonces haga usted el favor de acompañarnos y abrir la puerta –rogó taxativo–. Tengo aquí, conmigo, una orden judicial que nos autoriza a efectuar una inspección.
La señora Vernier giró sobre sus talones y abrió una pequeña puerta a la izquierda del vestíbulo. Descolgó un manojo de llaves de un gancho y regresó con cara de circunstancias. Sin que mediaran más palabras, emprendió el ascenso por el empinado tramo de escalones seguida a corta distancia por los tres hombres.
¿Qué habrá hecho esta vez Don Pablo? No…, si ya le digo yo siempre que esa vida disipada no puede traer nada bueno. Seguro que se ha metido en algún lío –pensaba mientras tiraba de su cuerpo breve aferrándose a la desvencijada baranda–. Siempre arriba y abajo con ese… ¿Eluard? ¡Menudo elemento! ¡Ése sólo sabe sentarse a la fresca en Les deux Magots! ¡Escaleras deberían fregar todos esos intelectuales! ¡Ay, Don Pablo, que tanto cambio de cama y de mujer acabará con usted! ¿Por qué dejó a la señora Walter por esa vampiresa de Dora Maar?
Al llegar al descansillo del estudio del pintor, la portera arregló discretamente, con la punta del pie derecho, un baldosín que basculaba. Don Pablo siempre lo movía al salir. Era un juego viejo que los dos se traían entre manos. Mejor dicho: entre pies. Antes de introducir la llave en la cerradura miró de soslayo a Gaumont. Como francés de guiso lento que era, andaba el hombre sin resuello tras tanto peldaño. Los otros dos, no. Los otros lucían como sabuesos al comienzo de una cacería.
–¿Abro?
–Sí, vamos, vamos… ¡Abra! –espetó impaciente el funcionario.
La puerta chirrió al girar sobre los goznes. Un inconfundible olor a pigmentos y a trementina inundó el ambiente. Los tres visitantes penetraron en el interior.
–Haga usted el favor…, espérenos aquí –solicitó Gaumont colándose en el ático. Entornó ligeramente la hoja.
Al quedarse sola, la portera alargó el cuello cuanto pudo e intentó atisbar por los resquicios, aunque sin sacar nada en claro. Les oyó moverse por el piso, que era de madera y crujía, yendo de un lado al otro, intercambiando frases en esa jerga perruna tan desagradable e incomprensible.
Suspiró repetidamente. Ay, Don Pablo, qué disgusto, se juró que le diría así lo viera.
Cuando la ansiedad ya se había convertido en un nudo nervioso que atenazaba la boca de su estómago, la señora Vernier reconoció el andar presuroso del pintor. Sus ojos, oscuros y vivaces, emergieron por el hueco de la escalera. Llevaba el periódico bajo el brazo y una botella de coñac Martell.
–Señora Vernier…
–¡Ay, Don Pablo…, qué disgusto!
–¿Disgusto? ¿Qué ocurre, se encuentra mal?
–No, no. Unos señores, Don Pablo, tres hombres… –farfulló señalando la puerta–. Me han exigido que les abriera. Creo que es algo serio. Diría que nada bueno.
El pintor enfrentó brevemente a la portera. La tomó por el brazo con levedad y pintó su mirada con un óleo tranquilizador y cordial. Después, empujó la puerta y entró en el estudio.
Los tres hombres permanecían absortos ante la gran tela en la que él trabajaba en esos días, clavada a todo lo largo de la pared principal de la buhardilla. Dos escaleras de apariencia endeble parecían montar guardia a los lados. Los desconocidos mantenían entrelazadas las manos a la espalda y cuchicheaban.
–¡Bon jour! ¿Sí? ¿Hola?
Alertados de la presencia del artista los tres se volvieron.
–¿Monsieur Picasso? –se apresuró a constatar Pierre Gaumont.
–Sí, soy yo… ¿qué ocurre?
–Tengo entendido que ha sido usted nombrado director del Museo del Prado… ¿es así?
–¿Eh? Pues sí…, así es: director honorífico.
El francés ladeó el rostro e hinchó su pecho de aire y de valor. Su semblante atribulado no parecía augurar nada bueno. Le tendió la mano y se presentó.
–Verá, Don Pablo… –vaciló tras las formalidades–. Estos caballeros que me acompañan, el señor Müller y el señor Dustman, pertenecen a la embajada alemana en París. La embajada ha presentado una queja formal contra usted. Al parecer, alguien les ha informado de su intención de desprestigiar al gobierno alemán. Dicen que está usted pintando un óleo sobre el bombardeo a la ciudad de Gernika, destinado a ser expuesto en el pabellón español de la Exposición Universal. Todo apunta a que, en esa obra, el buen nombre de Alemania queda en entredicho…
Y diciendo eso, señaló de manera inequívoca el gran lienzo en el que se hacinaban seres rotos, sueños truncados y horas detenidas.
–¿El Gernika es este lienzo? –interpeló.
Picasso asintió sin poder borrar la expresión incrédula que se había instalado en sus ojos. Entreabría los labios, dispuesto a articular una respuesta, cuando Müller soltó una parrafada, del color del azufre, en alemán. Aún sin comprender nada, el pintor entendió que toda la retahíla, de principio a fin, eran improperios.
–El señor Müller quiere saber si es usted el autor de ésta, eh…, de esta basura –tradujo Gaumont buscando abreviar.
El semblante de Picasso se endureció hasta adquirir la consistencia del pedernal.
–Haga usted el favor de decirle al señor Müller que los autores de esta basura son ellos… –replicó imperturbable.
–Gracias, no hace falta traducir nada, lo he entendido bien… –intervino el diplomático en pésimo francés, deteniendo a un cariacontecido Gaumont–. Simularé no haber oído esa impertinencia. Su trabajo, herr Picasso, es repugnante, aunque por fortuna, claramente inofensivo. Nadie querrá ver esta porquería jamás.
Un silencio ominoso se instaló en el estudio.
–Esta porquería es sólo la verdad… –replicó Picasso.
–¿La verdad? Permítame reír, herr Picasso… –exclamó ufano Müller–. No existe la verdad, debería usted saberlo; eso ya lo demostraron los sofistas en Grecia hace más de dos mil años… Sólo hay verdades parciales.
–No soy tan viejo, caballero. Aun sin saber nada sobre los sofistas estoy convencido de que ellos y yo no haríamos buenas migas. Lo presiento. Lo que sí sé y le puedo asegurar es que este cuadro nos sobrevivirá a los dos. A usted y a mí. Y que será el testimonio silencioso de sus atrocidades y barbarie ante la historia… –zanjó airado.
Müller sonrió. Extrajo unos guantes de piel del bolsillo de la gabardina y comenzó a enfundar sus manos con parsimonia. Después, aventó una inexistente mota de polvo de su hombro con cara de asco.
–La historia la escriben los vencedores, nunca los vencidos… ¡No lo olvide! –advirtió el alemán con ironía.
–¿Qué quiere hacer, entonces, señor Müller? –husmeó Gaumont, buscando poner fin a encuentro tan desagradable.
–¡Nada, nada en absoluto! ¡No merece la pena quemar lo que ya es basura! –apostilló cáustico camino de la puerta–. ¡Auf wiedersehen, herr Picasso!
Los dos diplomáticos salieron con paso marcial del estudio. Pierre Gaumont les siguió al poco. Se encogió de hombros y dedicó una mirada conmiserada al artista.
Picasso se quedó solo, con el ánimo disperso en la madera del piso. Dio un vistazo breve a la tela y lanzó con desgana la primera edición de Le Figaro, que fue a caer sobre una mesa llena de espátulas, pinceles, paletas y botes vacíos. Abrió la botella de Martell, que había estado aferrando con saña a lo largo del encuentro, y echó un trago largo, dispuesto a apagar su enojo.
–¿Ya se han ido? –preguntó la portera a sus espaldas con un hilo de voz trémula.
–Sí, ya.
La señora Vernier se situó a su lado. No se miraron. Los dos permanecieron unos instantes enfrentando el enorme lienzo.
–La verdad es que es muy feo… –confesó ella de sopetón.
Picasso sonrió y la observó por el rabillo del ojo.
–¿Le parece feo?
–Pues sí, Don Pablo, bastante feo, para qué le voy a mentir… –aseguró–. ¿No podría usted pintar lo que pintan todos los pintores?
–¿Qué?
–Bueno, no sé…, tal vez unas bonitas flores.
–¿Flores?
–Sí, sí: flores… ¿No sabe lo que son las flores?
–Claro.
–Pues eso: unas bonitas flores, de colores vivos y alegres; o un bonito paisaje: un prado verde, con un puente de piedra y un río azul.
–Ya…, unas bonitas flores, entiendo.
La señora Vernier, sin esperar más, había salido de la buhardilla. El pintor pudo escuchar su paso liviano descender por las escaleras hasta perderse.
Suspiró.
Pero el aire no llenaba el inmenso agujero por el que se precipitaba su ánimo.
–No puedo pintar flores. Ocurre, señora Vernier, que me he quedado sin colores…
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